»Deberíamos tratar de ser los padres de nuestro futuro, no los descendientes de nuestro pasado» (Miguel de Unamuno).
J.J. Jiménez Vacas | TAG Madrid – Doctor en Derecho
El libro «Tecnocracia y Buen Gobierno» hace «micromirada» de aquella preocupación por cómo se ejerce el poder político y por una correcta gestión de los asuntos públicos; dando lugar a la necesidad de avanzar en los nuevos conceptos de gobierno, como son el de gobernanza o «cogobernanza», cuya aplicación práctica adquiere tintes de urgencia en una época marcada por fenómenos como la polarización, el auge de los populismos de uno y otro signo, la extensión de la corrupción, la globalización, el debilitamiento de los sistemas públicos de control y, en general, el descrédito de la política como arte de gobernar y de los políticos en cuanto sus exponentes más esenciales.
Recorrido histórico desde la Grecia Clásica hasta la actualidad
Platón (427 a. C. – 347 a. C.) ya creía que una comunidad política debía ser pequeña para poder ser coherente con la «unidad de propósito» entre sus miembros. Del mismo modo, Aristóteles (384 a. C. – 322 a. C.) observó que todas las ciudades que tienen una reputación de Buen Gobierno tienen, de igual forma y manera, un límite de población.
Aún en los albores de los regímenes liberales y representativos modernos de final del siglo XVIII, el provincial bordelés Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, afirmaba que «en una pequeña república, el bien público se siente con más fuerza, es más conocido, y está más cerca del ciudadano».
De un mismo modo, el ginebrino Jean Jacques Rousseau afirmó que un gobierno democrático presupone de una comunidad muy pequeña, donde las personas puedan reunirse fácilmente y donde cada ciudadano pueda conocer, con toda facilidad, a todos los demás; mientras que, por el contrario, «cuanto mayor es un país, menor es la libertad».
Distinción entre democracia y república según James Madison
Al deliberar sobre las posibles fórmulas institucionales para la nueva gran entidad política que luego se llamaría los Estados Unidos de Norte América, el virginiano James Madison introdujo una prudente distinción entre «democracia» y «república». La primera, así, una democracia pura, requeriría de un pequeño número de ciudadanos que se reunieran y administraran el gobierno en persona. La segunda, la república, concebía un gobierno representativo en el que algunas élites electas se reunían y administraban el gobierno en nombre de los ciudadanos.
La expresión «democracia representativa», que se convirtiera en estándar durante el siglo XX, se consideró, en ese cierto momento, una contradicción en los términos.
A mediados del siglo XIX, Alexis de Tocqueville, durante su visita a Estados Unidos, todavía señaló que «las pequeñas naciones siempre han sido la cuna de la libertad política; y el hecho de que muchas de ellas hayan perdido su libertad al convertirse en más grandes, indica que su libertad era más una consecuencia de su pequeño tamaño que del carácter de la gente».
Todavía en la segunda mitad del siglo XX, el politólogo Robert A. Dahl, en fin, reservó el término democracia para un régimen político «ideal» que sería completamente responsable ante todos sus ciudadanos. Acuñó -en cambio- el término «poliarquía» para los regímenes realmente existentes, basados en elecciones competitivas por sufragio amplio.
¿Cómo se concibe la democracia en el presente?
En tiempos «post utópicos», como los que hoy corren, profundizar en democracia y en la política, parece ser uno de los pocos proyectos capaces de generar la ilusión suficiente como para salvarnos del inmenso vacío producido por el éxito de haberlos alcanzado, dice Adela Cortina. Así, esta discusión se ha complicado en tiempos más recientes, en que la democracia podrá ser concebida no como algo necesariamente vinculado con el Estado o con cualquier fórmula institucional específica sino, más bien, como un principio ético y referencia para la evaluación de diferentes normas y procedimientos institucionales.
Bajo dicho enfoque, la «gobernanza» podrá definirse como forma de gobierno basada en el consentimiento social que implican los valores objetivos de la libertad, de la toma de decisiones efectiva y de la rendición de cuentas de los gobernantes.
El gobierno se convierte, así, en el epicentro de la acción política del Estado, más allá de las funciones enumeradas en los textos constitucionales y a pesar de las nuevas fórmulas organizativas regionales, los procesos de integración supranacional, los directorios internacionales o las redes «informales» de autoridades.
¿Qué autores han participado en la obra?
Os invito a leer esta monografía, prologada magistralmente, desde el corazón de América Latina, por la ingeniera M.ª Soledad Núñez Méndez, del Centro de Políticas Públicas y Buen Gobierno de Paraguay y, de igual forma magistral, epilogada desde el corazón por Carmen Larrea Hernández-Tejero, Arquitecta por la Escuela Técnica Superior de Madrid (U.P.M.) y el Politecnico di Torino.
Se ha querido tratar de un manual de buen gobierno para gobernantes, tanto para el nuevo mundo, cuanto, para una vieja Europa, que ya Madariaga caracterizó, en 1.948, como la más sonora de las carcajadas de Rabelais, luminosa de la sonrisa de Erasmo, chispeante del ingenio de Voltaire, en cuyos cielos mentales brillan los ojos fogosos de Dante Alighieri, los claros ojos de Shakespeare, los ojos serenos de Goethe, los ojos atormentados de Dostoievski.