SAMUEL ANTÓN CHIVO | Experto en Eurovisión y Geopolítica
En 1950, apenas un lustro después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Europa buscaba formas de suturar sus heridas y reconstruir no solo sus economías, sino también una identidad fragmentada. Ese año nacieron dos proyectos profundamente distintos, pero simbólicamente conectados: por un lado, los primeros pasos hacia una integración y económica que desembocaría en la Unión Europea; por el otro, el Festival de la Canción de Eurovisión, una propuesta cultural de la Unión Europea de Radiofusión para conectar a los europeos a través de la música. Ambos compartían una misma utopía: convertir a Europa en algo más que una expresión geográfica. La idea de una Europa unida, pacífica y cooperativa.
Hoy, en un contexto marcado por el auge del euroescepticismo, los nacionalismos, la guerra en el continente y las tensiones identitarias, esa visión originaria parece desgastada. Un sueño que parece erosionado. La Unión Europea enfrenta desafíos internos y externos que obligan a repensar su papel en el orden internacional. Al mismo tiempo, Eurovisión -mucho más que un espectáculo pop– se ha convertido en un extraño ritual en el que millones de europeos se congregan frente a las pantallas no solo para elegir una canción, sino tal vez sin saberlo para conformar una comunidad; en un termómetro simbólico de las fracturas, alianzas y aspiraciones europeas. Lo que comenzó como un festival de canciones es en la actualidad un campo de expresión política, de representación cultural y de construcción de relato colectivo. Un dispositivo de visibilidad en el que la televisión y la música juegan un papel inesperado, pero poderoso como tecnologías de la emoción.
“La Unión Europea enfrenta desafíos internos y externos que obligan a repensar su papel en el orden internacional”
Al igual que la edición que acoge Suiza el próximo sábado, 17 de mayo, del Festival de Eurovisión –estructurada en tres actos que recorren el pasado, el presente y el futuro- este artículo se presenta como una puesta en escena crítica dividida en tiempos. A modo de epílogo, una última reflexión: no sobre la música, sino sobre el teatro político que la envuelve. Porque repensar Eurovisión, es quizás, una forma de reconstruir Europa.
Acto I. El pasado.
En sus primeras ediciones, Eurovisión era un símbolo de esperanza. Como ha señalado Raymond Williams, la cultura no es un reflejo pasivo sino un campo de batalla: una arena donde se disputa el sentido. Eurovisión, al igual que la UE, puede entenderse como un intento de hegemonía cultural. De hecho, Antonio Gramsci nos enseñó que todo orden hegemónico necesita cimentarse en el terreno cultural. El proyecto europeo para sostenerse también debe emocionar.
Dean Vuletic ya ha demostrado cómo Eurovisión ha sido históricamente instrumentalizado para proyectar imágenes nacionales o estrategias diplomáticas. Lejos de ser neutro, el escenario eurovisivo ha sido desde sus inicios un teatro geopolítico.
Acto II. El presente.
El orden de 1945 ha entrado en crisis. Europa, envejecida, multipolar y erosionada ya no puede darse por supuesta. Como argumenta Andrea Rizzi en La era de la revancha vivimos en la impugnación del marco occidental y de disputa por los valores globales. Así, los regímenes autoritarios e iliberales comprenden algo que las democracias liberales a veces olvidan: la batalla decisiva es cultural. Es una lucha por las mentes.
En su influyente diagnóstico, La democracia en Europa, Daniel Innerarity advierte que la UE no puede aspirar a legitimarse a través de instrumentos como Eurovisión, ya que este recurso cultural no suple el déficit democrático y social del proyecto europeo.
“Lo que comenzó como un festival de canciones es en la actualidad un campo de expresión política, de representación cultural y de construcción de relato colectivo”
Pero esa visión, aunque pertinente, resulta limitada. Porque no se trata de elegir entre legitimidad cultural o social, sino de entender su simbiosis. Como recuerda Stuart Hall, la cultura es el espacio de resistencia donde se negocian significados comunes. En momentos de crisis, lo cultural puede ser más eficaz que lo normativo para renovar el imaginario compartido. La hegemonía se sostiene tanto en las instituciones como en los afectos. Negar ese poder simbólico es, en el fondo, desconocer uno de los fundamentos del proyecto europeo original.
El presente está marcado por una paradoja: Eurovisión nunca fue tan irrelevante como fenómeno musical, ni tan relevante como campo de disputa simbólica. Las disputas geopolíticas se filtran en la escena: el veto a Rusia, los votos a Ucrania, las manifestaciones a favor de Palestina o la censura de mensajes políticos. Es lo que Judith Butler describe como performatividad identitaria. Se pugna por la pertenencia, pero también por las diferencias.
“Eurovisión nunca fue tan irrelevante como fenómeno musical, ni tan relevante como campo de disputa simbólica”
Como ha observado el historiador Tony Judt, el proyecto europeo ha vivido demasiado tiempo del mito de posguerra, evitando el conflicto y abrazando un consenso superficial. Eurovisión -precisamente por su plasticidad- puede ser uno de los pocos espacios donde esas tensiones pueden escenificarse sin romper la convivencia.
Acto III. El futuro.
La manifestación del 11 de mayo de 2025 en Madrid, convocada por la sociedad civil en defensa de los valores europeos es un síntoma. En un momento donde priman los intereses frente a las ideas, lo cultural reaparece como refugio. La bandera europea ondeó ese día no como símbolo burocrático, sino como relato emocional en disputa.
Moisés Naím, en El fin del poder, advierte que las grandes estructuras pierden eficacia cuando no son capaces de renovar su legitimidad narrativa. Enrico Letta en Europa. Última oportunidad, insiste en la urgencia de revitalizar el proyecto europeo desde la conexión emocional con la ciudadanía. Sami Naïr, por su parte, en Europa encadenada, denuncia el secuestro tecnocrático de la idea europea y reclama un nuevo horizonte cultural.
“Eurovisión y la Unión Europea son capítulos distintos de una misma narrativa: la búsqueda de una comunidad imaginada que sea más que una suma de intereses nacionales”
Eurovisión no resolverá la crisis continental, pero puede ser un campo de imaginación política colectiva. Reconectar lo político y lo cultural es vital si queremos que Europa vuelva a tener alma, no solo intereses. Una Europa que, en lugar de aferrarse a su relato de posguerra, se atreve a imaginar uno nuevo: hecho de diferencias, de disonancias, y aun así capaz de construir algo en común.
¿Qué pasaría si repensáramos Eurovisión no como un espectáculo vacío, sino como una plataforma performativa para el debate europeo? La representación importa. Que Ucrania participe importa. Que Rusia esté ausente, también. Pero más allá de los gestos, ¿es posible convertir el festival en un espacio deliberativo, creativo, incluso pedagógico?
No basta con que Europa funcione; debe también sentirse. La Unión necesita recuperar su legitimidad simbólica. Y para ello, no hay camino solo técnico: se necesita relato. Se necesita alma.
“Reconectar lo político y lo cultural es vital si queremos que Europa vuelva a tener alma, no solo intereses”
Como decía Jürgen Habermas, Europa necesita símbolos compartidos. Y quizás hoy esos símbolos no sean himnos solemnes, sino coreografías queer, palabras en armenio o banderas mezcladas. Etienne Balibar nos invita a pensar Europa no como unidad cerrada, sino como fábrica de fronteras: físicas, culturales, mentales. Y es en ese terreno movedizo donde Eurovisión se vuelve valioso: porque muestra las fisuras, pero también las conexiones.
Eurovisión es un lugar donde las naciones se hacen visibles ante el otro. Donde se canta, se vota, se negocia. Y aunque las reglas sean imperfectas, el acto de participar ya es político. No todo lo que sucede en ese escenario es revolucionario, pero casi todo es revelador.
En tiempos de desafección, la cultura no es una distracción. Es una trinchera. Y también una posibilidad. Si la política no logra enamorar, quizás la música —bien pensada, bien compartida— pueda ayudar a repensar lo que significa ser europeos en el siglo XXI. El reto está en construir una Europa que no se cierre a sus diferencias, sino que las integre en una nueva narrativa plural, inclusiva y crítica.
“¿Es posible convertir el festival en un espacio deliberativo, creativo, incluso pedagógico?”
Para que Europa vuelva a ser un proyecto capaz de inspirar a sus ciudadanos, debe integrar su política y su cultura, abriendo un espacio donde el conflicto no se evite, sino que se discuta abiertamente, donde la diversidad no se vea como una amenaza, sino como una oportunidad. En este sentido, Eurovisión, más que un simple recordatorio de lo que Europa fue, puede convertirse en el laboratorio simbólico que la ayude a repensarse, redibujar sus fronteras y reconstruir su narrativa común para el siglo XXI
Epílogo
La historia de Europa no solo se ha escrito con tratados y acuerdos, sino también con canciones, imágenes, símbolos y emociones compartidas. En ese sentido, Eurovisión y la Unión Europea son capítulos distintos de una misma narrativa: la búsqueda de una comunidad imaginada que sea más que una suma de intereses nacionales.
Si el siglo XX los vio nacer en medio de la reconstrucción, el siglo XXI los desafía a reinventarse en medio de la transformación. Más que reflejar tensiones, el vínculo entre Eurovisión y la UE puede ayudar a reformular una idea de Europa que inspire, evoque y conecte. Porque quizás la verdadera fuerza de Europa no esté solo en su economía o su diplomacia, sino en su capacidad de contarse a sí misma de forma inclusiva, creativa y compartida.
“Repensar Eurovisión dice mucho de qué Europa estamos construyendo”
Eurovisión debe ser repensado no solo como un espectáculo cultural, sino como un acto político performativo capaz de reconstruir una idea de Europa en crisis. En un continente fragmentado por intereses, el festival puede y debe servir como laboratorio simbólico donde se ensayen nuevas formas de comunidad, pertenencia y deliberación democrática.
Repensar Eurovisión dice mucho de qué Europa estamos construyendo, ya que en palabras de Moisés Naím “Europa no tiene una identidad, pero tiene un proyecto. Y ese proyecto, a pesar de sus contradicciones, sigue siendo el más prometedor para construir un futuro compartido.”